“Pruébalos, están muy ricos, saben a chicharrón...” -me dijo muy convencido mi amigo Arturo, mientras masticaba con gran deleite unos dorados y crujientes chapulines, que doña Chole había traído a la mesa en una cazuelita de barro verde.
Estábamos en Zacualpan, antiguo pueblo del estado de Morelos, donde el exótico platillo estaba en armonía con el mexicanísimo comedor tapizado de cazuelas de todos tamaños. Aunque el efecto estético de los refulgentes chapulines sobre el verde barro vidriado del recipiente que los contenía era extraordinario, para mí en ese momento el aspecto gastronómico no me resultaba tan alentador y por lo tanto decliné a probarlos; ni siquiera me animé a comer una patita, no obstante que Arturo me dijera con sorna: “Qué lástima, que no quieras, me los voy a acabar todos, me voy a tener que sacrificar...”, al tiempo que se preparaba más tacos de chapulines aderezados con salsa.
Ahora pienso que tal vez no los probé por el particular afecto que les tengo, ¿quién no conoce a estos musicales insectos que entonan, estridentes, sus veraniegos himnos nocturnales?
Los chapulines cantores me traen recuerdos de campo y tierra húmedos; de mi infancia intrigada por el sonido misterioso, emitido al unísono por gran cantidad de estos pequeños animales; en fin, evocan mis primeros contactos con la fauna, me transportan a esos paseos campiranos, cuando en compañía de otros niños, salíamos a “cazar” chapulines en los llanos de Azcapotzalco y regresábamos —para espanto de nuestras madres— sucios de pies a cabeza y con botes llenos de esos multicolores insectos.
Muy probablemente en esos mismos llanos, hace miles de años, otros niños, junto con mujeres y hombres que habitaron el Valle de México, también “cazaron” chapulines, pero no por diversión, sino para complementar su dieta.
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